Isabel Coixet, hurgando en la herida…

Isabel Coixet ha dado en el clavo diciendo en voz alta lo que muchos saben pero prefieren ignorar: que muchos hemos dejado de ir al cine y no precisamente porque ahora lo vemos pirata o se lo compremos a los chinos en los bares.
Y hablo con conocimiento de causa porque en otra época de mi vida me dediqué a la crítica cinematográfica, y veía más de 100 películas al año en sala. Os puedo asegurar que llegó un momento en el que pensé que yo estaba equivocada, y que en realidad no me gustaba el cine, porque no podía ser que saliera decepcionada una y otra vez de las salas. Después me di cuenta de que lo que no me gustaba era “ese cine”, y que aún podía disfrutar muchísimo con las grandes joyas de la cinematografía, con las que aún me emocionaba.
Si la industria se preocupara un poco más del contenido y un poco menos del marketing, estaríamos hablando de otro problema. Con esto no quiero decir que el modelo de negocio no haya cambiado, es obvio que sí lo ha hecho, pero las buenas películas se siguen viendo, y se seguirán viendo. Otro tema es, cómo las veremos, o en qué pantallas.

Las rencillas de patio de colegio que tienen un eco, a mi modo de ver completamente sobredimensionado, en las páginas de los periódicos estos últimos tiempos y que tienen por protagonistas a miembros de la Academia, son una pintoresca cortina de humo que oculta los temas que he señalado antes: la pérdida de peso del sector cinematográfico en el concierto de la cultura, el abismo entre quiénes somos y lo que representamos, la incomprensible confusión entre instituciones y personas. (…)
La gente deja de ir al cine por múltiples razones: porque pierden el hábito, porque no hay nada en la cartelera que les motive, porque prefieren gastarse 100 euros en una entrada de fútbol, porque se enganchan a las series de HBO, porque tienen niños y sale por un pico el cine y las horas de canguro o porque, simplemente, pasan: no es algo importante en sus vidas, lo arrinconan hasta el olvido.

Isabel Coixet en: Si estás muerto, ¿por qué bailas? · ELPAÍS.com

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