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Explicación no pedida…

acusación manifiesta.
Y eso es lo que últimamente no paro de ver en Gran Hermano 6. Empieza a resultar sospechosa la actitud de Mercedes Milá intentando día tras día justificar la existencia del programa y proclamarlo como paradigma de la educación y socialización de la audiencia española.
Y digo esto porque anoche, tras terminar de ver una bonita película que había grabado del satélite, y que os recomiendo encarecidamente, llamada “Quiero ser como Beckham”, ví un trozo de la gala del programa en que el expulsado decía que gracias a GH había aprendido que no debía gritar. Toma del frasco, Carrasco. En realidad más de lo mismo, porque muchos de los que han salido han hecho manifestaciones parecidas.


O sea, que si no me veo grabado en vídeo, yo no sé que estoy gritando. Yo no sé que me comporto como una energúmena, si nadie tiene la deferencia de grabarme en vídeo. ¿No será más bien que nos damos cuenta de la imágen tan deplorable que damos de nosotros?
Yo es que debo ser un caso extraño, porque fíjate por dónde, resulta que cuando en alguna extraña ocasión me he alterado, he sido plenamente consciente de ello casi en el mismo momento, y he pedido disculpas a quién procediera.
Me parece a mí que yo no pasaría ni el primer casting de un programa de estos.
Y claro, por si todo esto no fuera suficiente para instruir adecuadamente a la audiencias, montamos una campaña para dejar de fumar, con la que yo no podría estar más de acuerdo, que para eso ya hace más de un mes que dejé el tabaco. Y a pelo, sin GH ni nada.
Pero digo yo, ¿toda esta campaña no se basa en el esfuerzo de los habitantes por dejar de fumar? ¿Ha dejado alguno de fumar? Muy al contrario, he visto concursantes fumando, a los que al principio no veía fumar como Nicky o Jany.
Y ahora ya para rematar la faena pretenden eseñarnos la Constitución Europea. Menudo plan.
Voy a hacer una comparación odiosa, como casi todas, pero no exenta de fundamento: GH me recuerda a esas grandes corporaciones que hacen una fortuna a base de explotar trabajadores en países del tercer mundo, y luego invierten una pequeña parte de esa fortuna en obras de caridad, para lavar su imágen.

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