Así reza la maldición gitana con la sabiduría propia de los pueblos ancestrales, ya que por más que uno gane un pleito, el simple hecho de pasar por él es castigo más que suficiente… O eso pensaba yo.
En estos días, a mis taitantos, y tras diversas vicisitudes albañilísticas, he pasado estas dos últimas semanas por una tortura sólo comparable a la más cruel de las torturas inquisitoriales: “un chapuzas en casa”
En realidad no ha sido uno, sino una sucesión en cadena, y temblando están mis huesitos de pensar que aún quedan por venir los pintores. Y es que una contrata un seguro respaldado por una gran entidad bancaria pensando que cuanto más fuerte, más probabilidades tiene uno de conseguir un buen servicio. Craso error, cuánto más grande es la empresa más deshumanizada está y más ineficaz es.
Pero, y nunca mejor dicho, metámonos en faena. El primero de los chapuzas: el fontanero. Alguien cuyo coeficiente cociente intelectual está muy lejos de alcanzar los tres dígitos, y que, a pesar de haberle especificado claramente dónde estaba la avería, prefirió dejar la casa como un queso gruyere, haciendo agujeros a diestro y siniestro, sin más explicación que: “es que hay que buscar“.
Superado el disgusto del fontanero, y tras unas cuantas sesiones de meditación trascendental, recibimos al albañil, un extranjero sin cualificación que no entiende cuál es el problema de cortar losetas en un espacio reducido, aunque ello suponga dejar la casa como si hubiera estallado una bomba nuclear.
Por si esto no fuera poco, el albañil rompió lo que el fontanero había salvado milagrosamente, y nosotros ya no sabemos como llamar al jefe para explicarle que creemos que estamos siendo víctimas de un programa de cámara oculta.
Lo dicho, llevamos dos semanas, y el albañil no ha terminado, y ha de volver el fontanero, y aún quedan los pintores…
¿Sobreviviré? Está aún por ver, lo que sí tengo claro es que la que no sobrevive es mi póliza de seguro con La Estrella, que por supuesto será debidamente cancelada a su vencimiento