Vivimos a cien por hora. Trabajamos 12 o 15 horas diarias y todo ello para poder hacer frente a una hipoteca, pagar el coche que necesitamos para ir a la otra punta de la ciudad para ganar el dinero que nos permitirá pagar el coche y la hipoteca, e intentar tener un hogar cómodo, confortable y bonito.
Esto a veces implica una serie de esfuerzos que se nos escapan de las manos. Lamentablemente he visto en mi entorno personas obsesionadas con todo lo material, deseando siempre una casa más grande, un coche más grande, un vestido más caro, y unas vacaciones más lejanas.
Se supone que todo incrementa nuestra “calidad de vida”. ¿Es eso cierto? Desde que tuve la suerte de poder irme al Caribe de vacaciones me he replanteado qué es la verdadera calidad de vida, ya que allí con mucho menos son bastante más felices. Desde entonces creo que el mundo occidental se ha vuelto un poco loco y se halla inmerso en una círculo vicioso de consumismo difícil de frenar.
A todos nos gustan las buenas casas, los buenos coches, buenos muebles, buenos móviles, buenos ordenadores… Pero al final ¿qué ocurre? Que uno se pilla un rebote increíble cuando descubre que le han arañado el Mercedes, o el carísimo mueble de anticuario, o la pantalla de nuestro fantástico móvil multimedia, g3, umts, jdt…
Y en estas digresiones estaba yo cuando me topo el otro día con esta entrevista a Mª Ángeles Duran, catedrática de Sociología, en el Diario Sur, que aunque habla de otras cosas, también se relaciona con esto:
Y sólo me queda decir: ¡Qué razón tiene!