Ayer estaba ante el televisor sobre las 21.30 horas cuando de repente empezaron a desfilar ante mi pantalla una serie de frikis como no había visto nunca.
Ante mi sopresa inicial, me explicaron que eran fragmentos de los castings de la nueva edición de Operación Triunfo.
¡Atiza! ¿Es que no tenemos ya bastantes triunfitos? Obviamente sí, y prueba de ello es que no quedan más de media docena que puedan seguir viviendo de la música, mientras el resto intenta sobrevivir o recuperar su anonimato.
Entonces ¿qué sentido tiene seguir sacando artistas a un mercado discográfico incapaz de absorber tanta flor de un día, o como mucho de un verano?
¡Ah no! espera… empiezo a entender. El negocio está, por un lado en otro show de telerrealidad en el que mostrarnos las más ocultas miserias de un grupo de personas que vendería su alma al diablo por conseguir su sueño de triunfar como cantante.
Y por otro, en explotar a una serie de frikis que, conscientes de que no saben cantar, han decidido llamar la atención haciendo el imbécil delante de la pantalla.
Porque, total, lo que importa es salir en la tele, aunque quede uno como un descerebrado. Con suerte lo llaman a Crónicas Marcianas (o lo que lo sustituya) y así se sigue sacando unas perrillas para vivir del cuento. Cuando se cansen ya se inventará algún embarazo o desgracia o falso amorío por el que seguir cobrando.
Una vez más me siento estafada como telespectadora.
Señores de teleleches: llámenlo Frikilandia y sabré a qué atenerme. Pero no me vendan la burra de que van a cumplir el sueño de nadie, porque ya no cuela.