Soy aficionado al ciclismo desde 1992. Por entonces, contaba con 11 años y lo que veía me apasionaba; casi no podía pensar en otra cosa. Imaginaba que, cuando yo fuera ciclista (pues estaba decidido a serlo), los cronistas hablarían de mi como por entonces lo hacían de Claudio Chiapucci, un auténtico valiente. Las cosas fueron muy diferentes cuando comencé a practicar el deporte del pedal: no había cámaras, ni espectadores; los ataques que lanzaba a mis compañeros me dejaban solo al momento: nadie quería seguir un ritmo tan irregular como el mío; además, no entendían el porqué de tanta competitividad; juntábamos, como máximo, a quince personas para subir un puerto. Y, lo que es peor: ignoraba cómo podía existir un deporte tan duro y tan diferente de lo que creía haber presenciado en televisión.
Creemos ver las etapas de ciclismo cuando observamos algo completamente distinto. Nos encontramos, en estas retransmisiones, ante lo que un equipo de comunicadores nos presenta. No vemos la etapa, presenciamos una narración construida por una empresa audiovisual. De este modo, lo que de verdad ocurre nos llega filtrado por distintos ángulos (al servicio de la dramatización), comentarios sonoros que orientan nuestra percepción visual de la carrera y, lo que es más importante, un montaje audiovisual, una concatenación de planos que pueden hacer desaparecer a quien no resulte interesante para la organización. Un ejemplo: en la jornada de Alpe D´huez de la edición de este año, el ciclista francés Dessell recibió más atención que el maillot amarillo, Óscar Pereiro. La realización nos mantuvo durante media hora ignorando el paradero de uno de los favoritos, Dennis Menchov, que marchaba entre los dos grupos principales. ¿No existían estos corredores, o el montaje audiovisual les había hecho perder importancia? Por esto y por mucho más, estamos bastante lejos de ser espectadores de una etapa; más bien presenciamos una retransmisión cuidadosamente medida por un equipo de profesionales.
Sin entrar a reflexionar sobre la influencia espectacularizadora que la televisión produce sobre el deporte del ciclismo –y sus consecuencias en materia de dopaje- debemos ser críticos con lo que vemos, incluso, a veces, en algo tan lúdico y placentero –sobre todo, si gana nuestro español- como es el Tour de Francia. Una carrera que creó un mito, Miguel Induráin, personaje en dos dimensiones que muchos hemos adorado como si fuera una parte de nosotros mismos.